Ayer mi Manquehue amaneció nevado, y la noche anterior vi desde la ventana como caían algunos copos en el patio delantero de casa. Pocos, nada que cause acumulación, como en las fotos del periódico. Un poquito de nieve es relajadora, y desde lejos se ve preciosa, sobre todo en la cordillera.
Era muy chico la primera vez que estuve frente a la presencia de nieve, y no recuerdos que aventuras viví ni cuanto tiempo pasé en el cerro Chacaltaya. La primera vez que vi nevar fue durante el feriado de acción de gracias, el ’94, en Kent, Ohio.
Por esa época estaba bastante solo. Había llegado hace un par de meses, y la poca gente que llegué a conocer en ese tiempo estaba de vuelta en casa, justamente para celebrar el día del pavo. También era la primera vez que estaba tanto tiempo lejos de casa, y si bien nosotros no celebramos este feriado, ver al resto del alumnado sonriente y ansioso de pasar un tiempo con la familia, alcanzó para hacerme extrañar mi familia.
Ese día, cuando mi roommate se fue casi sin despedirse, me encerré en mi cuarto a ver tele toda la mañana. Recuerdo haber pensado que iba a ser un fin de semana muy largo.
Ese día aprendí que estar bajoneado es muy personal, y al resto del mundo le importa un comino. La naturaleza nunca comparte tus sensaciones, y por eso lo mejor es salir a la calle. Siempre algo te va a alegrar.
Yo no salí pensando en alegrarme, simplemente tenía hambre. Quería ir a Subway, a unas cinco cuadras de distancia (atravesando un campo despoblado). Sabía que estaba frío, y había llovido durante la mañana, por eso me abrigué de la mejor manera que sabía (después de todo venía de Guayaquil): camiseta y camisa de franela (muy grunge mi look), jeans, medias de lana, bototos, guantes, saco impermeable el doble de grueso de lo necesario, y bufanda.
Estaba listo para el frío y la lluvia. Para lo que no estaba listo era para la nieve. Justamente cuando salí de mi edificio la lluvia empezó a transformarse en nieve, No recuerdo mi primera impresión, pero recuerdo que me gustó la sensación fría pero seca de la nieve en mi rostro. Era la primera nieve del año, por tanto un momento mágico en la tradición estadounidense. La gente comenzó a salir de sus casas, esperando que haya acumulación para, al menos, lanzarse un par de bolas o, con suerte, armar un muñeco.
De pronto ya no estaba tan solo. Tal vez todos ellos estaban solos, como yo, y no queríamos enfrentarnos al mundo así. Pero la nieve nos reunió en un campo desierto, donde jugamos un rato, sonriendo por primera vez en un par de días.
La nieve siguió el resto del fin de semana y nosotros nos seguimos reuniendo para jugar y acompañarnos sin necesidad de hablar demasiado. Finalmente, el domingo, volvió el resto de la población y, con ellos, la rutina. Volvimos a clases, pero la nieve no paró. No pararía por cerca de cuatro meses, y todos terminamos cansados de ella. La magia había terminado. Por suerte hoy, once años después, mantengo en la memoria lo agradable de mi primera nieve, y por eso sentí cierta alegría cuando veía, anteanoche, como un poquito de nieve caía sobre mi jardín.
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